“María de Buenos Aires es una operita en dos partes, compuesta de poemas cantables y música instrumental orquestados de acuerdo a una ilación dramática que recrea elípticamente a un Buenos Aires alegórico, esencial, a través de una mujer-símbolo que convive con el barrio, lo canyengue, el submundo, lo fatal” (descripción de Astor en 1968).
Más próxima al oratorio que a la ópera, en tanto prevalece la cohesión musical del concierto y no hay representación escénica, la caracterización de ‘operita’ como una categoría argentina no dejó siembra como género; más bien debemos situarla en el dominio de lo que Piazzolla produjo con su música: una estética de intersección entre la partitura y el pulso físico del tango, entre lo clásico y lo popular.
Musicalmente María es un nuevo giro en la concepción de Piazzolla. Luego del Octeto Buenos Aires y el cambio estructural del Quinteto, encontramos con María de Buenos Aires una mayor diversidad instrumental. Temáticamente Ferrer introduce una variante sustancial: a diferencia de las mujeres relatadas históricamente por el tango, María tiene voz propia: con la tristeza y su propio duelo, le devuelve la conciencia a la mujer en el tango. Aunque el rasgo decisivo de la operita es otro: siempre es complicada la unión de la letra con la música, siempre hay estrías entre una y otra “sintaxis”; se ha dicho: Ferrer hizo con su poética lo mismo que Astor con la música, es cierto relativamente, pero podría darnos la idea errónea de un dócil encaje. La poesía de Ferrer, hecha de mitología urbana y de un lunfardo esotérico lo libera a Piazzolla de cumplir con rimas y versos tradicionales, pero por esto mismo el logro de Piazzolla fue el efecto de unidad sobre la extensa y difícil letra de Ferrer. La Operita es la conquista de un equilibrio inusitado en el terreno del drama musical.